lunes, 16 de junio de 2014
domingo, 15 de junio de 2014
sábado, 14 de junio de 2014
Mi compañero y estimado amigo Guillermo Reaño
Un mentalista,
su hijo y una familia sobre una barca del río Itaya
Medicina tradicional en el fin del mundo
Medicina tradicional en el fin del mundo
Por Guillermo Reaño
Sammy tiene cinco años y en casa todos saben que a los diez tendrá
que probar ayahuasca, la planta sagrada de la que todos hablan, y buscan, en el
malecón Tarapacá, Iquitos, la capital de un departamento peruano tan grande
como Alemania. Tiene cinco años y a los diez tendrá que repetir el rito que su
padre y su abuelo, también decenas de
otros Nolorbes, sangre de su sangre, hicieron alguna vez al pie del monte,
junto a las aguas rumorosas de algún rio perdido de la exuberante Amazonía.
Sammy juega, salta, se mata de risa, coge un palito cualquiera que
le sirve de caña de pescar para cazar sin apuros los pescaditos que ya no
podrán ser parte del mitológico banquete de boquichicos y palometas que suelen comer los habitantes de Puerto
Clavero, la aldea flotante de este discreto remanso del rio Itaya, al costadito
nada más de una ciudad de quinientos mil habitantes e incontables motos y
mototaxis.
Marcelino Nolorbe, su padre, es un hombre orgulloso de una prole
compuesta, a excepción de Sammy, por mujeres –Mónica, su esposa y Kimberly,
Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth- que
han aprendido a moverse en este reino de aguas infinitas y plantas que nacen en
el fondo barroso de un rio eternamente color chocolate, con la misma destreza
con la que se desplazan las anacondas en los caños de la selva o los cazadores
quechua-lamistas de Balsa Puerto, el lugar de donde proceden los Nolorbe, una
estirpe de médicos que desde el principio de los tiempos se han especializado
en dar salud a los enfermos –del alma y del cuerpo- utilizando las plantas,
algunas sagradas, que la naturaleza, madre de todos los hombres, ha sabido
crear. Paleros, los llaman los entendidos, o simplemente vegetalistas.
Marcelino se sienta en una silla, y empieza, primero tímidamente, un relato
denso, lleno de referencias a médicos antiguos, plantas que dialogan con los
gentiles y diluvios milenarios. Tiene
cincuenta y dos años y ésta es su segunda familia. Su primera mujer murió
víctima de las malas artes de un brujo, malero les dicen en estos pagos, que al
no poder hacerle daño directamente se
las agarró con ella y se la quitó. No quiere, me da esa impresión, ahondar
mucho en pasajes de su vida que prefiere olvidar y se lanza a contar relatos de
mejores tiempos: “Mi abuelo fue el que me enseñó los secretos del ayahuasca. Yo
andaba como de diez años, la edad de mi Sammy, cuando me dio un traguito y me
dijo: Quiero que seas mejor que yo, que
ayudes a la gente, que te enfrentes a los maleros, a los que quieren hacernos
daño, mi abuelo tenía 87 años, él también murió a manos de los maleros”.
“Somos mentalistas”, me dice y empiezo a creerle. En su maloca,
balsa, arca de Noé después del diluvio, todo sirve, todo forma parte de una
estructura inverosímil, minimalista: un gallo que parece un Ave Fénix, una hamaca
que hace las veces de sala y consultorio, un borracho que dormita en el piso de
madera y va emitiendo letanías en una
lengua de otros tiempos, un reloj detenido
a los doce del día de un martes 13, supongo. Su casa es una tienda de
gitanos, una carpa de volantineros, el gabinete milenario de Melquíades en
busca del hielo eterno y los secretos de la alquimia.
***
Mónica Pinedo Tapullina, su mujer, reina en la cocina, allí destapa calderos, troza yucas
y plátanos gigantes, alimenta el fuego que cuece los platos que la prole habrá
de embutir este mediodía de sol iridiscente y muchos aprendizajes. Solo tiene
ojos para el Sammy, el niño que muy pronto entonará ícaros y habrá de platicar con
las plantas, compañeras de los mortales, maestras de la vida y sus recodos. “La planta que más uso, vuelve a la carga
Marcelino, es el huairacaspi, la más potente de todas, la que mejor me habla,
la que me dice cosas que ninguna otra sabe decirme. Es el palo que te hace ver
todo, el rey del mundo”. “¿Has probado alguno de los palos de la selva, has
probado tabaco?”, me interpela. Mónica, en cambio, me observa sin prisas. Soy
uno más de los tantos forasteros que han llegado a sus dominios tratando de
saber un poco más de una ciencia que empieza a ganar adeptos entre los viajantes por los malecones
de Iquitos.
“Aquí todos nos curamos con plantas, me dice, no hacen faltas
médicos vestidos de blanco o inyecciones”. Me cuenta también la historia de
Trevor, el perro que entre todas las mujeres de la casa y el buen Sammy
cuidaron como uno más y que un día subió los peldaños de madero que el
vecindario ha ido poniendo en el barro que asciende hacia el malecón de Iquitos
–luces, bocinazos, ruidos extraños- y no pudo volver, un microbús lo aplastó.
No hubo planta maestra que pudiera salvarlo de las llantas de una bestia de
fierro y tumultos que no había visto nunca en sus dos años y pico de vida sobre
una balsa.
***
Iquitos, cuadra treinta y tantos de la concurrida avenida Putumayo,
tropel de motos y vehículos de toda laya. Me he sentado en una silla del cubil
de Ernesto García, tabaquero, para tentar un primer ingreso al mundo de la
farmacopea amazónica. Me acompaña Raimon Pla, fotógrafo catalán que desde hace
varios años visita el Perú para curarse de los males del alma que en la vieja
Europa le es imposible afrontar. “¿Para qué sirve todo esto? Para evitar tanto
sufrimiento, construimos fantasías que se nos escapan de las manos y cuando
esto ocurre sufrimos…”, me lo había confesado en la mañana, en el lobby del
Iguana Haus, uno de los tantos backpackers que han surgido en la capital
loretana, otrora destino familiar por excelencia, ahora Meca de jóvenes de
todas las pelambres y aventureros en busca de calma.
Raimon confía en Ernesto, un ex campeón de kung fu que aprendió de
sus padres el arte de curar con plantas, y me lo hace saber. Incrédulo miro al maestro
y sigo a pie juntillas sus indicaciones. El humo del tabaco llena la habitación
y Ernesto me ausculta con cuidado, humo y más humo de un inagotable mapacho, un cigarrillo hecho a pulso con
el mejor tabaco regional, de por medio. Al final su diagnóstico es contundente:
“Tienes que volver, primero debes dietar con chiric sanango, luego nos
volveremos a encontrar…”. Le pregunto por qué, qué oscuro designio retrasa mi
primera cita con el ayahuasca : “Estas bien, me responde con absoluto
convencimiento, tu cuerpo no está preparado para las plantas que curan…no es el
momento”. Raimon se mata de risa y acota con conocimiento: “El chiric sanango
es una planta sagrada, una soga que te va a purificar, que te va a limpiar…
vamos a conseguirle en el mercado de Belén,”
No había tiempo para más preguntas, para indagar
por los motivos de una postergación que no esperaba, debíamos visitar, en la
parte posterior de la casa del propio
Ernesto, la escuela de sanación que desde hace un tiempo dirige. Allí, entre la
escalera recién construida y el patio donde se amontonan las gallinas y los
perros, me espera un grupo de felices estudiantes, todos aprendices de tabaqueros, que han llegado de los rincones más inverosímiles del planeta
atraídos por una “ciencia”, la de las plantas, mucho más efectiva para curar
los males que aquejan a los mortales de un siglo que ha perdido la fe en las
medicinas y en las ideologías contemporáneas.
Curriculum de mis vivencias
Es oscuro, no hay nada dentro esa oscuridad,
año tras año ha sido un caminar hacia la luz.
Han sido idas y encuentros, lugares de grandes
tesoros, curanderos que brillaban como estrellas en la noche más oscura, gente
querida, la simplicidad como don, el conocimiento como virtud. El oriente medio
el mundo de los árabes. Persia la esencia más fina de una nota de donde se
extrae un mundo de conocimiento. Mongolia del cielo azul, el desierto del Gobi,
la estepa el gran mar verde. China como alquimista refinada y extraña. Rusia fría
y caliente en la intimidad. El Vietnam de Hochimin, de la flor más antigua a la
cola del dragón de Halon Bay. Tailandia templos de oro de Asia. La Birmania de
Ausan Su Ki, ríos de mar i plata. India, el retorno de todo, vedas, sánscrito,
templos de culto, yoghis, ayurbeda, auroville como utopía. Omán el gran
desierto, “Sahara” tráfico de especies, trafico de esclavos, al lado el reino
de Saba. Yemen tribal mirra para comer, mirra para cenar, el valor como hombre,
la mujer a la sombra. Djibouti enraizado en el tiempo el “cat” como divino. La
Etiopía de los coptos, lo sagrado como tradición, las tribus que preservan conocimientos ancestrales. Kenya silenciosa
por algo el hombre se transforma en una presa más.
Tanzania de los leones, Nyerere como espíritu.
Marruecos el de Hassan, el Polisario como estado. Mauritania de los camellos,
arenas de todos los colores. Senegal con sus baifals, ritmos del cuerpo, la
música. Camerún de los pigmeos kapsiki. Egipto de Amon-Ra, el Nilo como hilo de
la vida. La Libia de Gadafi, Tasili el retorno del más allá. Leptis Manya la
perla de los romanos. Cuba latina, la Cuba de Fidel, la caña de azúcar y el ron
acompañando el son, comemos Teti. América sideral, América del indio, la ruta
66. México de Chihuahua, desierto de Sonora, Wicholes y Taraumares, el peyote
como a Santo Grial. Venezuela en burro, Simón Bolívar, ranchitos en la
intimidad de la luz del estado. El trópico de Colombia, la gente la antigüedad
de sus paisajes, el m19, el territorio ganado. Ecuador del “llano”, la fiesta
de Otabalo, las Galápagos y Perú, el más alto los hombres del corazón de
piedra, Queros, la madrecita, la Yahuasca, el Sanpedrano, la coca, la selva,
los chamanes. Ha sido muchos momentos en pos de la obsesión, todo aquello que
no he podido retener con la retina ha sido captado por el objetivo de una
cámara. "El todo como yo”.
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