sábado, 14 de junio de 2014

Test chamanico del tabaco por Ernesto curandero tabaquero , curación por aplicación de humo
















Mi compañero y estimado amigo Guillermo Reaño


Un mentalista, su hijo y una familia sobre una barca del río Itaya
Medicina tradicional en el fin del mundo
Por Guillermo Reaño
Sammy tiene cinco años y en casa todos saben que a los diez tendrá que probar ayahuasca, la planta sagrada de la que todos hablan, y buscan, en el malecón Tarapacá, Iquitos, la capital de un departamento peruano tan grande como Alemania. Tiene cinco años y a los diez tendrá que repetir el rito que su padre y su abuelo, también  decenas de otros Nolorbes, sangre de su sangre, hicieron alguna vez al pie del monte, junto a las aguas rumorosas de algún rio perdido de la exuberante  Amazonía.
Sammy juega, salta, se mata de risa, coge un palito cualquiera que le sirve de caña de pescar para cazar sin apuros los pescaditos que ya no podrán ser parte del mitológico banquete de boquichicos y palometas  que suelen comer los habitantes de Puerto Clavero, la aldea flotante de este discreto remanso del rio Itaya, al costadito nada más de una ciudad de quinientos mil habitantes e incontables motos y mototaxis.
Marcelino Nolorbe, su padre, es un hombre orgulloso de una prole compuesta, a excepción de Sammy, por mujeres –Mónica, su esposa y Kimberly, Hilary, Girly, Giblery y Elizabeth-   que han aprendido a moverse en este reino de aguas infinitas y plantas que nacen en el fondo barroso de un rio eternamente color chocolate, con la misma destreza con la que se desplazan las anacondas en los caños de la selva o los cazadores quechua-lamistas de Balsa Puerto, el lugar de donde proceden los Nolorbe, una estirpe de médicos que desde el principio de los tiempos se han especializado en dar salud a los enfermos –del alma y del cuerpo- utilizando las plantas, algunas sagradas, que la naturaleza, madre de todos los hombres, ha sabido crear. Paleros, los llaman los entendidos, o simplemente vegetalistas.
Marcelino se sienta en una silla,  y empieza, primero tímidamente, un relato denso, lleno de referencias a médicos antiguos, plantas que dialogan con los gentiles  y diluvios milenarios. Tiene cincuenta y dos años y ésta es su segunda familia. Su primera mujer murió víctima de las malas artes de un brujo, malero les dicen en estos pagos, que al no poder hacerle daño directamente  se las agarró con ella y se la quitó. No quiere, me da esa impresión, ahondar mucho en pasajes de su vida que prefiere olvidar y se lanza a contar relatos de mejores tiempos: “Mi abuelo fue el que me enseñó los secretos del ayahuasca. Yo andaba como de diez años, la edad de mi Sammy, cuando me dio un traguito y me dijo: Quiero que seas mejor que yo, que ayudes a la gente, que te enfrentes a los maleros, a los que quieren hacernos daño, mi abuelo tenía 87 años, él también murió a manos de los maleros”.
“Somos mentalistas”, me dice y empiezo a creerle. En su maloca, balsa, arca de Noé después del diluvio, todo sirve, todo forma parte de una estructura inverosímil, minimalista: un gallo que parece un Ave Fénix, una hamaca que hace las veces de sala y consultorio, un borracho que dormita en el piso de madera y va emitiendo  letanías en una lengua de otros tiempos, un reloj detenido  a los doce del día de un martes 13, supongo. Su casa es una tienda de gitanos, una carpa de volantineros, el gabinete milenario de Melquíades en busca del hielo eterno y los secretos de la alquimia.
***
Mónica Pinedo Tapullina, su mujer, reina en  la cocina, allí destapa calderos, troza yucas y plátanos gigantes, alimenta el fuego que cuece los platos que la prole habrá de embutir este mediodía de sol iridiscente y muchos aprendizajes. Solo tiene ojos para el Sammy, el niño que muy pronto entonará ícaros y habrá de platicar con  las plantas, compañeras de los mortales, maestras de la vida y sus recodos.  “La planta que más uso, vuelve a la carga Marcelino, es el huairacaspi, la más potente de todas, la que mejor me habla, la que me dice cosas que ninguna otra sabe decirme. Es el palo que te hace ver todo, el rey del mundo”. “¿Has probado alguno de los palos de la selva, has probado tabaco?”, me interpela. Mónica, en cambio, me observa sin prisas. Soy uno más de los tantos forasteros que han llegado a sus dominios tratando de saber un poco más de una ciencia que empieza a ganar  adeptos entre los viajantes por los malecones de Iquitos.
“Aquí todos nos curamos con plantas, me dice, no hacen faltas médicos vestidos de blanco o inyecciones”. Me cuenta también la historia de Trevor, el perro que entre todas las mujeres de la casa y el buen Sammy cuidaron como uno más y que un día subió los peldaños de madero que el vecindario ha ido poniendo en el barro que asciende hacia el malecón de Iquitos –luces, bocinazos, ruidos extraños- y no pudo volver, un microbús lo aplastó. No hubo planta maestra que pudiera salvarlo de las llantas de una bestia de fierro y tumultos que no había visto nunca en sus dos años y pico de vida sobre una balsa.
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Iquitos, cuadra treinta y tantos de la concurrida avenida Putumayo, tropel de motos y vehículos de toda laya. Me he sentado en una silla del cubil de Ernesto García, tabaquero, para tentar un primer ingreso al mundo de la farmacopea amazónica. Me acompaña Raimon Pla, fotógrafo catalán que desde hace varios años visita el Perú para curarse de los males del alma que en la vieja Europa le es imposible afrontar. “¿Para qué sirve todo esto? Para evitar tanto sufrimiento, construimos fantasías que se nos escapan de las manos y cuando esto ocurre sufrimos…”, me lo había confesado en la mañana, en el lobby del Iguana Haus, uno de los tantos backpackers que han surgido en la capital loretana, otrora destino familiar por excelencia, ahora Meca de jóvenes de todas las pelambres y aventureros en busca de calma. 
Raimon confía en Ernesto, un ex campeón de kung fu que aprendió de sus padres el arte de curar con plantas,  y me lo hace saber. Incrédulo miro al maestro y sigo a pie juntillas sus indicaciones. El humo del tabaco llena la habitación y Ernesto me ausculta con cuidado, humo y más humo de un inagotable mapacho, un cigarrillo hecho a pulso con el mejor tabaco regional, de por medio. Al final su diagnóstico es contundente: “Tienes que volver, primero debes dietar con chiric sanango, luego nos volveremos a encontrar…”. Le pregunto por qué, qué oscuro designio retrasa mi primera cita con el ayahuasca : “Estas bien, me responde con absoluto convencimiento, tu cuerpo no está preparado para las plantas que curan…no es el momento”. Raimon se mata de risa y acota con conocimiento: “El chiric sanango es una planta sagrada, una soga que te va a purificar, que te va a limpiar… vamos a conseguirle en el mercado de Belén,”
No había tiempo para más preguntas, para indagar por los motivos de una postergación que no esperaba, debíamos visitar, en la parte posterior de la  casa del propio Ernesto, la escuela de sanación que desde hace un tiempo dirige. Allí, entre la escalera recién construida y el patio donde se amontonan las gallinas y los perros, me espera un grupo de felices estudiantes, todos  aprendices de tabaqueros, que han llegado de  los rincones más inverosímiles del planeta atraídos por una “ciencia”, la de las plantas, mucho más efectiva para curar los males que aquejan a los mortales de un siglo que ha perdido la fe en las medicinas y en las ideologías contemporáneas.

Curriculum de mis vivencias


Es oscuro, no hay nada dentro esa oscuridad, año tras año ha sido un caminar hacia la luz.
Han sido idas y encuentros, lugares de grandes tesoros, curanderos que brillaban como estrellas en la noche más oscura, gente querida, la simplicidad como don, el conocimiento como virtud. El oriente medio el mundo de los árabes. Persia la esencia más fina de una nota de donde se extrae un mundo de conocimiento. Mongolia del cielo azul, el desierto del Gobi, la estepa el gran mar verde. China como alquimista refinada y extraña. Rusia fría y caliente en la intimidad. El Vietnam de Hochimin, de la flor más antigua a la cola del dragón de Halon Bay. Tailandia templos de oro de Asia. La Birmania de Ausan Su Ki, ríos de mar i plata. India, el retorno de todo, vedas, sánscrito, templos de culto, yoghis, ayurbeda, auroville como utopía. Omán el gran desierto, “Sahara” tráfico de especies, trafico de esclavos, al lado el reino de Saba. Yemen tribal mirra para comer, mirra para cenar, el valor como hombre, la mujer a la sombra. Djibouti enraizado en el tiempo el “cat” como divino. La Etiopía de los coptos, lo sagrado como tradición, las tribus que preservan  conocimientos ancestrales. Kenya silenciosa por algo el hombre se transforma en una presa más.
Tanzania de los leones, Nyerere como espíritu. Marruecos el de Hassan, el Polisario como estado. Mauritania de los camellos, arenas de todos los colores. Senegal con sus baifals, ritmos del cuerpo, la música. Camerún de los pigmeos kapsiki. Egipto de Amon-Ra, el Nilo como hilo de la vida. La Libia de Gadafi, Tasili el retorno del más allá. Leptis Manya la perla de los romanos. Cuba latina, la Cuba de Fidel, la caña de azúcar y el ron acompañando el son, comemos Teti. América sideral, América del indio, la ruta 66. México de Chihuahua, desierto de Sonora, Wicholes y Taraumares, el peyote como a Santo Grial. Venezuela en burro, Simón Bolívar, ranchitos en la intimidad de la luz del estado. El trópico de Colombia, la gente la antigüedad de sus paisajes, el m19, el territorio ganado. Ecuador del “llano”, la fiesta de Otabalo, las Galápagos y Perú, el más alto los hombres del corazón de piedra, Queros, la madrecita, la Yahuasca, el Sanpedrano, la coca, la selva, los chamanes. Ha sido muchos momentos en pos de la obsesión, todo aquello que no he podido retener con la retina ha sido captado por el objetivo de una cámara. "El todo como yo”.